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20-01-2009 |
Higinio Polo
El sur de Corea, el país de la calma matinal
Para Quintín Cabrera
En Seúl, una enorme aglomeración de diez millones de habitantes en constante movimiento, el bullicio de la ciudad embota los sentidos, aunque, a veces, la sorpresa asalta al visitante. Entre grandes edificios del centro, el templo de Jogye-sa, construido en 1395, es un extraño remanso de paz. Ese templo es el principal lugar de culto del budismo seon coreano, el equivalente del zen japonés. Allí, tres Budas gigantes de oro muestran al curioso una relamida serenidad. Uno, está con la mano derecha alzada; el del medio tiene las manos en el regazo, y, el de la derecha del espectador, tiene la manzana en la mano. Ante ellos, centenares de mujeres, que permanecen en silencio, leen, se postran, piensan, sentadas todas en cojines dispuestos sobre el suelo de madera. Mientras, fuera, el movimiento de las muchedumbres da cuenta de las prisas del siglo, aquí parece no existir el tiempo. Las grandes columnas, también de madera, rojas, aguantan los ventiladores que dan frescor a las mañanas estivales, como si el absorbente trabajo, los interminables horarios de los trabajadores surcoreanos, no existieran. Casi todos los fieles son mujeres: algunas, incluso telefonean desde el interior del templo, pero su gesto no rompe el sosiego. A un lado de la gran estancia, se ven cajas de frutas, tal vez ofrendas, de las que darán cuenta después los monjes. En la transparente atmósfera de una religiosidad de cristal, serena y sonriente, algunos pájaros de la calle penetran en el templo: está abierto, mostrando sus grandes puertas a lo largo de toda la sala. Parece la expresión de un mundo sereno, confiado, y, sin embargo, los signos de un siniestro pasado están en las calles de Seúl, y en las bucólicas zonas rurales que esconden las fosas comunes de los comunistas asesinados por la dictadura; signos que empecinados y valerosos grupos de ciudadanos quieren descifrar, revelar, para poder seguir hacia delante.
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Seúl es una ciudad caótica, construida por los siglos y transformada por el enloquecido crecimiento del capitalismo surcoreano, una urbe llena de barrios de aluvión, con una arquitectura confusa, desordenada, llena de bloques impersonales. Lo mismo puede verse en Busán, la segunda ciudad del país. El desarrollo económico del país se ha levantado sobre los bajos salarios y las jornadas interminables de trabajo: algo que, para la propaganda conservadora, es motivo de hipócrita escándalo si ocurre en la China roja, pero no si sucede en Corea del sur o en Japón. Este verano de fuego y presagios del apocalipsis financiero del capitalismo, el presidente norteamericano Bush llegó a Corea del sur, de paso hacia Pekín para asistir a los Juegos Olímpicos: él, responsable de un gobierno que ha hecho de la invasión y la guerra un instrumento central de su estrategia, no tuvo ningún reparo en hablar de libertad y democracia. Se reunió con el nuevo presidente, Li Myung-bak, tal vez sin saberlo aún, en un marco de fin de época , que anuncia ya la decadencia norteamericana. Pero Bush siguió representando su papel de principal dirigente del planeta y de gran patrón de Corea del Sur. No en vano, decenas de miles de soldados norteamericanos siguen destacados en Corea, con decenas de bases militares, expresión de un poder imperial del que algunos ya dudan, con fundamento: además, aunque esa información es secreta, se cree que Estados Unidos dispone en la zona de submarinos con cargas nucleares, algunos fondeados frecuentemente en puertos coreanos. Estados Unidos, en su trabajoso esfuerzo por contener a China, quieren tener amarrados a los gobiernos de Seúl y Tokyo. Pero, en el fondo de la escena, la histórica desconfianza de Seúl y Pyongyang hacia Japón (potencia colonial que aplastó a los coreanos del norte y del sur, y cuya derrota en la II Guerra Mundial hizo posible el establecimiento militar permanente de los norteamericanos, que no tienen la menor intención de salir) complica el escenario. Sin olvidar los litigios actuales: las islas Dokdo y su fondo marino son objeto de disputa entre Seúl y Tokyo, hasta el punto de que la tensión ha estado a punto de llevar a un enfrentamiento militar. Bush, ignorante de las complicaciones geopolíticas, no se detuvo demasiado en esas cuestiones.
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No muy lejos de Seúl, la línea desmilitarizada (DZA) del paralelo 38, es motivo de excursiones para turistas ávidos de escudriñar el norte, al que la propaganda conservadora presenta como un país de espectros hambrientos. En un área de esa línea desmilitarizada, preparada al efecto por el gobierno de Seúl y por los militares, se enseña una sala o museo del anticomunismo . La inercia de la guerra fría continúa, pero también aumentan los deseos de reconciliación y de paz, y la ambición de que Estados Unidos deje de ser el gran protagonista de una división que sólo les beneficia a ellos. Las tensiones sobre el supuesto plan de fabricación de armas nucleares que Pyongyang impulsa, y que han llevado este verano al gobierno norcoreano a romper los precintos de la central de Yongbyon, tienen en la trastienda dos cuestiones relevantes: primera, que en septiembre de 2004, el gobierno de Seúl reconoció que la dictadura militar surcoreana había impulsado, en los años ochenta, un programa de producción de plutonio, y que en 2000 se experimentó con uranio enriquecido. Segunda, que, con toda probabilidad, si Washington accediese a la firma de un tratado de no agresión con Corea del Norte, que ésta ha propuesto muchas veces en los últimos años, la tentación de Pyongyang de impulsar un programa de construcción de bombas nucleares quedaría desactivado. Washington sabe que la firma de ese tratado y sus garantías de que no atacará a Corea del Norte, serían suficientes para desactivar la cuestión nuclear coreana, pero prefiere jugar con la estrategia de la tensión: mantiene un problema para China en su frontera oriental, y ata a su estrategia a Seúl y Tokyo, agitando el espantajo de la supuesta amenaza norcoreana. De manera que la política de Corea del Sur oscila entre la inercia del anticomunismo histórico y las imposiciones norteamericanas, que se aprecian en esa línea desmilitarizada o en la dubitativa y cauta política exterior de Seúl, y, también, en la convicción de que impulsar las negociaciones con Pyongyang, con el objetivo de la reunificación, es la gran tarea del país. Corea del Norte está de acuerdo en caminar hacia esa meta.
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Busán es la segunda ciudad y el puerto más importante del país. Allí, los militares norteamericanos crearon el Cementerio de la ONU , un camposanto lleno de césped y cuidadas tumbas donde están enterrados soldados de decenas de países: de casi todos los que accedieron a acompañar a las tropas norteamericanas en su intervención, en 1950, que dio paso a la guerra de Corea, guerra que causó cuatro millones de muertos. Washington siempre se ha creído su propia propaganda. Es cierto que sus tropas, y las de los países capitalistas aliados, intervinieron en Corea bajo la bandera de la ONU, pero siempre olvidan citar que, si fue así, fue gracias a que aprovecharon arteramente la ausencia, en 1950, de la Unión Soviética del Consejo de Seguridad de la ONU, cuyo asiento vacío testimoniaba su protesta por el veto norteamericano a la admisión de la nueva China revolucionaria. Desde 1949, Mao Tsé Tung era el nuevo dirigente de China, pero Washington quería mantener el espejismo de que la China de Chiang Kai Shek, que solo controlaba la isla de Taiwan, era quien tenía derecho al asiento en el Consejo de Seguridad. Así, Estados Unidos pudo arrancar una votación favorable a sus intereses y disfrazar una aventura imperial más de una misión de la ONU.
En el cementerio, dos guardias con casco, rígidos, vigilan la entrada. En todo el recinto, al aire libre, se escucha música clásica europea, y es obligatorio respetar el silencio. Se ven tumbas turcas, con la media luna; australianas, noruegas, británicas, norteamericanas. La música, a gran volumen, inunda la enorme extensión de césped, muy cuidado. El canto de las cigarras acompaña a esa música triste, y, en cada tumba, se ven rosas plantadas. El ejército norteamericano quiere mantener un ambiente de respeto, como si los soldados muertos en aquella guerra sucia fueran héroes a quienes hay que honrar. Quieren hacer también agradable el camposanto, pero, pese a la pulcritud y la limpieza, el gran recinto resulta tétrico, opresivo, siniestro.
En un extremo, se alza un monumento con los nombres de militares de Gran Bretaña, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica. Hay más de veinte países representados. Resulto curioso comprobar que, otra vez, medio siglo después, casi los mismos países han acompañado a Estados Unidos en otras sanguinarias intervenciones militares, en Afganistán e Iraq: de nuevo, volvieron a repetir que iban a luchar por la libertad, como en Corea. En el pequeño museo de la necrópolis puede verse una exposición de fotografías: allí, se ve a MacCarthur, pero no a Kim Il-sung. Se detallan los muertos de las tropas aliadas “de la ONU” —36.500 muertos norteamericanos, 1.100 británicos, etc—, pero no hay ninguna mención a los cuatro millones de coreanos muertos en esa infame guerra de agresión. Cuando les hago notar esa circunstancia a los amables funcionarios del museo, sonríen con nerviosismo, y se encierran en el silencio. Tampoco hay ninguna mención a las decenas de miles de personas ejecutadas, con la connivencia de los militares y del gobierno norteamericano, por la dictadura derechista de Corea del Sur, matanzas que se iniciaron antes de que estallara la guerra y que alcanzaron dimensiones de pesadilla en el verano del horror de 1950. Ahora, más de cincuenta años después, algunas voces empiezan a hablar de ello, como hace la Comisión de la Verdad y la Reconciliación , pero el miedo continúa.
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A finales de junio de 1950, unos tres mil quinientos presos de la cárcel de Busán fueron fusilados por los militares surcoreanos, con la aquiescencia del mando norteamericano: temían que se uniesen a las fuerzas del Norte si los soldados de Kim Il-sung llegaban hasta Busán. Al norte, en Daejeon, otra importante ciudad, a menos de cien kilómetros de Busán, según la Comisión de la Verdad y la Reconciliación , más de siete mil prisioneros fueron ejecutados en secreto, y enterrados en decenas de fosas comunes, que siguen sin ser abiertas. El mando norteamericano documentó los crímenes. En muchos otros lugares ocurrió lo mismo. La matanza anticomunista no tenía freno.
La guerra está presente en el recuerdo, aunque haya pasado medio siglo, y es hora ya de superarla. Aquí, en Busán, se reunieron, en noviembre de 2005, Bush y Roh Moo-hyun, que acordaron (tal y como exigía Roh, entonces presidente surcoreano) que la tregua firmada en 1953 que puso fin a la guerra de Corea debe dar paso a un tratado de paz. Estados Unidos no estaba muy interesado en ello, pero accedió, aunque Washington, cuyo interés estriba en el mantenimiento de la tensión en la península, consiguió desvincular ese asunto de las negociaciones sobre la “desnuclearización de Corea”, asunto que, además, en la visión estratégica del gobierno norteamericano, quiere reducir exclusivamente a la limitación del supuesto potencial atómico de Pyongyang y no a sus propias tropas y submarinos desplegados en Corea.
Pyongyang está preocupada por su seguridad, sabiendo que sus costas y su espacio aéreo son escudriñados por los militares norteamericanos, que realizan constantes maniobras, y que no se detienen a la hora de amenazar a Corea del Norte. Pero las implicaciones de una situación tensa que dura ya medio siglo son muchas. Así, la supuesta prueba nuclear realizada por Corea del Norte el 9 de octubre de 2006, inquietó a China, que lo último que quiere es que aumente la tensión en su periferia, y fue la muestra de que Pyongyang sigue una política autónoma, cuyo énfasis es la propia seguridad ante la permanente amenaza norteamericana. China, por su parte, quiere conseguir la desnuclearización de la península, la retirada de las tropas norteamericanas y la apertura de una etapa de colaboración entre los países de la zona que asegure el desarrollo. Como era de prever, Washington utilizó esa prueba norcoreana para exigir sanciones contra Pyongyang en la ONU, que fueron negociadas con Pekín y Moscú, y que afectaron sobre todo a la prohibición para exportar a Corea del Norte materiales susceptibles de ser utilizados en un programa atómico. Washington y Tokyo exigían una resolución que contemplase el hipotético recurso a la fuerza contra Corea del Norte, pero Pekín impuso sus condiciones, negándose a la inclusión de cualquier referencia al uso de medios militares y postulando una solución diplomática negociada por todas las partes. Al mismo tiempo, Estados Unidos y Japón aprovecharon para presionar a Seúl para que abandonase su apuesta por la mejora de relaciones con Pyongyang y por la reunificación coreana. En los entreactos, nuevas maniobras militares norteamericanas, forzando a Seúl a participar en ellas, para proseguir su estrategia de tensión. Washington sabe que China está en una situación inmejorable para mediar en la zona e impulsar un programa de desnuclearización y desarrollo: mantiene buenas relaciones con Seúl, como se puso de manifiesto en la visita del primer ministro chino Wen Jiabao a Corea del Sur en abril de 2007, y conserva lazos privilegiados con Pyongyang; además, procura superar sus históricas diferencias con Japón.
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Busán es una ciudad viva, aunque los problemas son patentes. Algunos, han llegado de otras latitudes. En Shanghai street y en los alrededores de Busan station se apiñan comercios, casas de putas, karaokes. La mayoría están regentados y atendidos por rusos de Vladivostok, aunque también se ven nombres como Baikal . Muchos de esos rusos desterrados tienen rasgos orientales: llegaron a Busán empujados por la restauración capitalista en la URSS y por la miseria y la destrucción que causó Yeltsin. Algunas de las mujeres que ejercen la prostitución en esas calles son rubias, exotismo que, en Corea, recuerda la ferocidad destructora de la revancha anticomunista en la Unión Soviética. Sin embargo, en Corea del Sur asoma ya una nueva Rusia, alejada del país miserable y humillado que Washington y sus hombres casi consiguieron destruir. Es otro signo de que los tiempos están cambiando.
El gran puerto de Busán es también frecuentado por soldados norteamericanos. No hay que olvidar que en Corea del Sur hay casi cuarenta mil soldados norteamericanos estacionados, y que Estados Unidos dispone aquí de sesenta bases militares. El acuerdo de 2004, entre Washington y Seúl, para retirar un tercio de los militares estadounidenses y reducir el número de bases, concentrando las tropas en dos grandes centros, no se ha culminado aún. El presidente Roh, además, defendió entonces la retirada de las tropas surcoreanas de Afganistán e Iraq, retirada que pretendía culminar a principios de 2008, algo que no gustó en Washington. A Corea del Sur no se le había perdido nada en Afganistán o Iraq, pero su participación fue exigida, impuesta, por Estados Unidos. De manera que los hombres del Pentágono están por todas partes. Por eso, no me sorprende ver en el vestíbulo del hotel Lotte, uno de los más lujosos de la ciudad, a militares norteamericanos vestidos con traje de campaña de camuflaje. Deben ser héroes de Iraq.
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En diciembre de 1987, Corea del Sur celebró unas elecciones controladas que inauguraron pocos meses después la sexta república. El país aún era una dictadura, y se iniciaba un cambio, exigido por la sociedad pero tutelado por Washington. Así, tras la etapa de la feroz dictadura (impuesta y controlada por Estados Unidos tras el final de la Segunda Guerra Mundial) y culminada la limpieza de las fuerzas de izquierda en el sur de la dividida península, Washington y la burguesía coreana iniciaron la construcción de un régimen formalmente democrático, con un esquema de partidos políticos que no discutía el anclaje capitalista del país. Corea del Sur salía exhausta: la sanguinaria represión militar llenó toda la década anterior, desde el asesinato, en 1979, del presidente Park Cheng-hee. De esa forma, el general Roh Tae-woo se convirtió en presidente de la república y su organización, el Partido de la Justicia y la Democracia , en el partido gobernante, con el Partido de la Paz y la Democracia , de Kim Dae-jung, en la oposición. Las fuerzas políticas se transformaron con rapidez. En 1990, la fusión del partido de Roh Tae-woo con otros partidos menores originó el Partido Liberal Democrático , aunque la defección de algunos dirigentes, como el anterior presidente del país, Roh Moo-hyun, supuso la creación del Partido Democrático . Todavía cambiaría el PLD su nombre por el de Partido de la Nueva Corea y, después, por el de Gran Partido Nacional , compuesto en lo esencial por los herederos de la dictadura militar con el agregado de una parte de la oposición democrática de derecha. En las últimas elecciones, el espectro político ha quedado reducido al GPN y al Uri , Nuestro Partido , a quienes acompañan algunas organizaciones minoritarias, sin apenas peso en el Parlamento. Un hecho importante en la transición fue la firma, en 1991, de un tratado de reconciliación y de no agresión entre las dos Coreas, que fue acompañado de una declaración de ambos presidentes por la que reclamaban la desnuclearización de la península, algo que si bien estaba en el interés de Seúl y Pyongyang no fue bien recibido por Washington: no en vano, aunque sea información secreta, el único país que siempre ha dispuesto de ese armamento en la península son los Estados Unidos. Seúl firmó poco después el restablecimiento de relaciones diplomáticas con China.
Las elecciones de diciembre de 1992 fueron ganadas por Kim Young-sam, del Partido Liberal Democrático , con algo más del cuarenta por ciento de los votantes, mientras que Kim Dae-jung, ahora con el Partido Democrático por la Reunificación , conseguía casi la tercera parte de los votos. La corrupción en el ejército y en el empresariado era ya uno de los principales problemas del país, aunque la supuesta modernización iniciada en esos años fue de la mano de la privatización de algunos sectores de la economía. A mediados de la década de los noventa, empezaron a salir en libertad algunos de los presos políticos, muchos de ellos comunistas, que habían sido acusados de conspirar a favor de Corea del Norte: en realidad, como comunistas, trabajaban por la reunificación del país en el marco de un sistema socialista.
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La exigencia de responsabilidades por la dictadura atraviesa campos minados: a mediados de los noventa, algunos de los responsables del golpe militar de 1979 fueron presentados ante los tribunales, y algunos condenados, entre otras causas por la matanza en la ciudad de Kwangju , unas protestas contra la dictadura de Chun Doo-hwan, en mayo de 1980, que el régimen denunció como impulsadas por los comunistas. La represión fue brutal: fueron asesinadas en las calles más de doscientas personas, y hubo casi mil desaparecidos y miles de heridos. Estados Unidos, que estaba al tanto de los movimientos de tropas y de la intención punitiva del gobierno surcoreano, se abstuvo de intervenir, sancionando así la represión y la matanza, actitud que millones de ciudadanos surcoreanos no le han perdonado. El corrupto general Chun Doo-hwan, presidente surcoreano durante esa década de los ochenta, fue condenado a muerte por esos hechos en 1996, pero fue indultado después. Por el contrario, la amnistía para algunos destacados presos políticos comunistas (en la terminología de Seúl, “espías de Corea del Norte”) que habían pasado largos años de prisión, no llegaría hasta 1999.
Quedan muchos cadáveres por desenterrar. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación surcoreana impulsa la investigación y estima que más de cien mil comunistas o simpatizantes fueron asesinados en un verano de terror , el de 1950, sin que el general MacArthur (que sigue siendo oficialmente un héroe para Estados Unidos), que mandaba las tropas norteamericanas destacadas en Oriente, hiciese nada por evitarlo. Sus oficiales escribieron informes, tomaron fotografías, pero toda la información fue clasificada como secreta, y, mientras tanto, siguieron con la guerra, bombardeando poblaciones civiles, ejecutando en los caminos a los sospechosos. Muchos de esos informes siguen sepultados en los sótanos del gobierno norteamericano.
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En 2003, la victoria de Roh Moo-hyun, partidario del acercamiento a Pyongyang, llenó de esperanza a los surcoreanos, pero la sucesión de escándalos y la corrupción presente en todas las esferas de la vida política y empresarial del país llegó al extremo de que, en marzo de 2004, el parlamento aprobó su destitución. En los enfrentamientos políticos entre los dos grandes partidos del país se ventilaba el oscuro asunto de la ayuda financiera (de quinientos millones de dólares) a Corea del Norte durante la presidencia de Kim Dae-jung . Pero la victoria en las elecciones parlamentarias del Partido Uri , defensor del presidente destituido, y acusaciones cruzadas de corrupción y de fraude electoral entre los partidos mayoritarios, culminaron con la vuelta a la presidencia del país de Roh Moo-hyun. Éste, partidario de establecer buenas relaciones con Pyongyang y de conseguir que el Norte abandonara la tentación de dotarse de armamento atómico, era consciente de que la causa principal que estimula los planes militares de Pyongyang radica en la agresiva política de Washington hacia Corea del Norte: era obvio que, en 2001 y 2003, la invasión y ocupación norteamericana de dos países, Afganistán e Iraq, había encendido todas las alarmas en el Norte. En el mantenimiento de una estrategia hostil, Washington no se ha detenido ante nada: no sólo sobrevuela con regularidad los límites del espacio aéreo norcoreano y hace aumentar la tensión (en este verano de 2008, entraba en el puerto de Busán el portaaviones norteamericano Reagan , de propulsión nuclear, y destructores dotados con misiles, en el marco de unas nuevas maniobras militares), sino que sus servicios secretos han llegado a filtrar a la prensa internacional que Pyongyang obtiene beneficios millonarios de la venta de misiles en Oriente Próximo y África, piratea productos occidentales, imprime dólares falsos e incluso participa en el narcotráfico internacional: las revelaciones sobre la furtiva introducción de heroína en Australia, hecha desde barcos norcoreanos han saltado a las páginas de la prensa internacional. Washington se abstiene de ofrecer pruebas de todo ello: cree que basta con su palabra.
Sin reconocerlo públicamente, la diplomacia surcoreana era consciente de que los principales obstáculos para iniciar el camino hacia la reunificación coreana no vienen de Pyongyang, sino de Washington, y, después, de Tokyo. A finales de 2003, Donald Rumsfeld, entonces secretario de Defensa norteamericano, llegó a Seúl para imponer la participación surcoreana en la guerra de Iraq: pese a sus reticencias, a Roh Moo-hyun no le quedó más remedio que aceptar el envío de tres mil soldados, teóricamente para “participar en la reconstrucción”, pero, en realidad, para colaborar en la ocupación y en el sanguinario aniquilamiento de la insurgencia iraquí. La oposición del presidente surcoreano a la política norteamericana de acoso a Pyongyang y a la participación surcoreana en Iraq no sirvió de nada ante las imposiciones de Washington.
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La propuesta de Pyongyang de abrir negociaciones con Seúl, en 1990, y los intentos posteriores de impulsar una nueva dinámica en la península que pusiese fin a uno de los últimos frentes de batalla heredados de la Segunda Guerra Mundial, se han visto entorpecidos por la aplastante presencia norteamericana, gran patrón del sur, que organiza anualmente las maniobras militares denominadas Team Spirit y cuyo despliegue en Oriente necesita el control de la política exterior de Seúl y Tokyo y el mantenimiento de sus bases e instalaciones militares. Pero su presencia es incómoda, y entorpece el futuro del país. De hecho, pese a la dependencia política de Seúl, el gobierno surcoreano había solicitado, ya en la época del presidente Carter, la retirada de las tropas norteamericanas, consciente de que uno de los grandes obstáculos para la mejora de relaciones con el Norte es precisamente el acantonamiento de decenas de miles de soldados norteamericanos, dotados con submarinos cargados con armamento nuclear.
La cumbre de las dos Coreas, celebrada en junio de 2000, supuso el anuncio público de Seúl de que la reunificación de la península era el más importante objetivo de su gobierno, algo que Pyongyang llevaba reclamando desde hacía años. La declaración que hicieron pública ambos gobiernos hacía hincapié en que la reunificación (confederación, como plantea Seúl, o federación, como prefiere Pyongyang) era asunto exclusivo de los coreanos, en una crítica implícita al papel de Washington, que siempre ha entorpecido el acercamiento entre las dos Coreas. También abordaba los encuentros entre familias separadas y los presos políticos comunistas que permanecían en las cárceles del sur, además de otras cuestiones menores, como la apertura de comunicaciones ferroviarias y por carretera, que, en efecto, se iniciaron en septiembre de 2002. Sin embargo, los altibajos en las rondas de negociaciones entre Pyongyang y Seúl, unidos a la presión y al acoso norteamericano contra Corea del Norte, han complicado la situación. Por añadidura, la inclusión de Pyongyang en el “eje del mal” (el espantajo propagandístico creado por el gobierno Bush para agrupar a Irán, Iraq y Corea del Norte) no sólo fue rechazada por Pyongyang sino recibida con hostilidad en toda la península, hasta el punto de que las visitas de Bush a Seúl han suscitado fuertes movimientos de protesta en el sur, cuya población percibe con claridad la oposición norteamericana a la normalización de relaciones entre las dos Coreas. En la década de los noventa, Washington intentó marginar a Moscú en la nueva ronda de conversaciones abierta a iniciativa de Clinton: éste, pretendía iniciar una negociación a cuatro bandas entre las dos Coreas, China y Estados Unidos, que no pudo conseguir sus objetivos por la oposición de Moscú y, más sigilosa, también por la negativa de Tokyo.
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En febrero de 2008, Li Myung-bak, del derechista Gran Partido Nacional , fue elegido nuevo presidente del país: de nuevo, el futuro aparecía oscuro. Además, los altibajos en las negociaciones a seis bandas (las dos Coreas, China, Rusia, Japón y Estados Unidos) y el incumplimiento por parte de Washington de los compromisos adquiridos, han llevado a Pyongyang a abrir de nuevo la central de Yongbyon. Pero la dinámica del desarrollo crea nuevas realidades, que no son muy favorables para Washington. La nueva Rusia de Putin vuelve a ser un actor en la zona, con propuestas ligadas a la extensión del ferrocarril Transiberiano hasta el sur de la península y, también, la posible construcción de infraestructuras que lleven los hidrocarburos rusos a Corea y a Japón. Las relaciones de Moscú con Seúl han mejorado mucho, y una expresión de ello es la construcción de seis gigantescos petroleros, con capacidad para más cien mil toneladas, que la surcoreana Hyundai está ultimando para Rusia. La visita que, a finales de septiembre, hizo el nuevo presidente surcoreano, Li Myung-bak, a Moscú, sirvió para la firma de acuerdos entre la rusa Gazprom y la surcoreana Cogas para llevar gas ruso a Corea. El rápido incremento del comercio entre los dos países fue señalado por el presidente ruso Medvédev, mientras que Li Myung-bak destacó el papel que puede desempeñar su país en el acceso de Rusia al Este de Asia, el deseo de Seúl de que Corea del Norte se incorpore a esa perspectiva, y la importancia de unir el ferrocarril Transcoreano con la línea del Transiberiano, para impulsar así el comercio entre Asia y Europa.
En Corea del Sur, la desconfianza y la oposición hacia los norteamericanos crece. En junio de 2008, unas cien mil personas se manifestaban en Seúl para protestar contra los acuerdos de importación de carne norteamericana, pero sobre todo para exigir el levantamiento de las hipotecas que Washington impone al país, y para defender la política de acercamiento y reunificación con el Norte. La gigantesca protesta forzó al gobierno surcoreano a presentar la dimisión al presidente Li Myung-bak. Hay signos también de retroceso e importantes fuerzas interesadas en el mantenimiento de la tensión, pero el país se mueve: una expresión de ello fue la elección, en abril de 2006, de Han Myeong-sook como presidenta del gobierno surcoreano. Han Myeong-sook es una mujer que había sido torturada y encarcelada entre 1979 y 1981, y que fue acusada por la dictadura de defender ideas procomunistas. Duró apenas un año en el cargo, pero su entrada en el gobierno fue la expresión de las ansias de cambio entre los coreanos del sur. Además, l as masivas huelgas por las condiciones de trabajo y por los salarios, y las protestas obreras por la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos han estado en el centro del escenario político surcoreano en los últimos tiempos.
Mientras Oriente se agita, intentando levantar las hipotecas del pasado, Occidente se arrastra ante el marasmo financiero. Nada de eso parece afectar a la vida de la calle, de los ciudadanos surcoreanos, pero es un espejismo, porque Corea del Sur tiene uno de los índices de suicidios más altos del mundo, y decenas de personas se suicidan cada día, y se sabe que la presión en el trabajo es una de las causas más importantes: la calma matinal es una vieja estampa de los siglos perdidos. La economía muestra indicios de graves problemas, y el propio gobierno ha avisado a la población que llegan tiempos difíciles: la debilidad del won, la moneda local, es una muestra de ello. Los signos de la crisis del capitalismo están presentes también aquí, aunque en el templo de Jogye-sa, en Seúl, el tiempo parezca haberse detenido, como si ante la enloquecida maquinaria del capitalismo los seguidores del budismo seon se refugiasen en el pasado, en la ilusión imposible del poeta chino: “salir al alba para labrar los campos, y, al anochecer, hallar a las mujeres hilando el cáñamo.”
http://www.elviejotopo.com/web/archivo_revista.php?arch=1145.pdf
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